Sol rojo era un western del '71, de cuando éramos tan chicos y tan pobres que, en vez de ver las películas del momento, las leíamos en las adaptaciones que hacían las revistas El Tony y D'Artagnan. Tenía un elencazo, Sol rojo. Delon era el Ripley de A pleno sol, el Rocco de Visconti, el samurai de Melville. (Pero también era El tulipán negro, claro.) Toshiro Mifune era el cine de Kurosawa. (Aunque poco después se perdió el papel de su vida, cuando no llegó a ser el Moreira de Favio.) Ursula Andress era una chica Bond por partida doble, porque había sido Honey Ryder en Dr. No y Vesper Lynd en la primera Casino Royale. Y Charles Bronson era la versión yanqui del samurai —parco, imperturbable, fiel a su código de honor y a nada más— en films como Los siete magníficos y Doce del patíbulo. (Pero todavía estaba a un tiro, o varios, de sus papeles más populares en El vengador anónimo y Mr. Majestyk.) En esos tiempos no existían los baldes de pochoclo que son comunes hoy, pero aun así Sol rojo ameritaba uno XXL.

         Leo Oyola se apoderó del mismo elenco para escribir su versión de Sol rojo, donde ese viejo póker de ases juega una ronda nueva. (En la senda de la intuición de Favio, Leo entendió que el jetón achinado de Bronson habla más del Conurbano que del territorio comanche.) Y con la naturalidad de quien tiene claro que dio con un filón, hace poesía con nuestras vidas en prosa. Algo que suena difícil pero se vuelve fácil, una vez que entendés que cada chica que nos encandila tiene algo de todas y cada una de las chicas que nos deslumbraron en el cine y la TV; o tan pronto te cae la ficha de que tu corazón es como una sandía que hay que cuidar para que no reviente ("¡un itakazo de semillas!"), en el caso eventual de que una cruel pistolera lo rechace. Si algo está claro en la literatura de Leo Oyola, es que la distancia entre lo que Kurosawa llamaría lo alto y lo bajo existe tan sólo en nuestra mente. Por eso sus libros, y particularmente Sol rojo, siguen el ejemplo de la vieja película de Terence Young y demuestran que también se puede hacer arte con nuestras vidas Clase B.

         ¿Se ha dicho alguna vez de un libro de poesía que vuela porque ayuda al lector a (una vez más) hacerse la película? Espero que no, porque es el piropo más lindo que se me ocurre y me gustaría que le perteneciese por entero a este Sol rojo.

 

Marcelo Figueras

Sol rojo - Leonardo Oyola

$17.000
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Sol rojo - Leonardo Oyola $17.000

Sol rojo era un western del '71, de cuando éramos tan chicos y tan pobres que, en vez de ver las películas del momento, las leíamos en las adaptaciones que hacían las revistas El Tony y D'Artagnan. Tenía un elencazo, Sol rojo. Delon era el Ripley de A pleno sol, el Rocco de Visconti, el samurai de Melville. (Pero también era El tulipán negro, claro.) Toshiro Mifune era el cine de Kurosawa. (Aunque poco después se perdió el papel de su vida, cuando no llegó a ser el Moreira de Favio.) Ursula Andress era una chica Bond por partida doble, porque había sido Honey Ryder en Dr. No y Vesper Lynd en la primera Casino Royale. Y Charles Bronson era la versión yanqui del samurai —parco, imperturbable, fiel a su código de honor y a nada más— en films como Los siete magníficos y Doce del patíbulo. (Pero todavía estaba a un tiro, o varios, de sus papeles más populares en El vengador anónimo y Mr. Majestyk.) En esos tiempos no existían los baldes de pochoclo que son comunes hoy, pero aun así Sol rojo ameritaba uno XXL.

         Leo Oyola se apoderó del mismo elenco para escribir su versión de Sol rojo, donde ese viejo póker de ases juega una ronda nueva. (En la senda de la intuición de Favio, Leo entendió que el jetón achinado de Bronson habla más del Conurbano que del territorio comanche.) Y con la naturalidad de quien tiene claro que dio con un filón, hace poesía con nuestras vidas en prosa. Algo que suena difícil pero se vuelve fácil, una vez que entendés que cada chica que nos encandila tiene algo de todas y cada una de las chicas que nos deslumbraron en el cine y la TV; o tan pronto te cae la ficha de que tu corazón es como una sandía que hay que cuidar para que no reviente ("¡un itakazo de semillas!"), en el caso eventual de que una cruel pistolera lo rechace. Si algo está claro en la literatura de Leo Oyola, es que la distancia entre lo que Kurosawa llamaría lo alto y lo bajo existe tan sólo en nuestra mente. Por eso sus libros, y particularmente Sol rojo, siguen el ejemplo de la vieja película de Terence Young y demuestran que también se puede hacer arte con nuestras vidas Clase B.

         ¿Se ha dicho alguna vez de un libro de poesía que vuela porque ayuda al lector a (una vez más) hacerse la película? Espero que no, porque es el piropo más lindo que se me ocurre y me gustaría que le perteneciese por entero a este Sol rojo.

 

Marcelo Figueras