“¡Oh Dios, dadme una máscara!”
Verso de un poema de Dylan Thomas.

Todos hemos sido hijos de padres separados.
Todos hemos sido botín de guerra. Y trasladados de una casa común al monoambiente de nuestros abuelos donde no entraban ni nuestros suspiros.
Hemos sentido sed de amor, de que a veces nos rocen la frente. Y ninguna mano se acercó. Entonces, despacito, íbamos hacia la heladera y comíamos lo que estaba a mano. Comer calma la desdicha. Los otros dormían, roncaban, hasta la hora en que sonaba el despertador y mi madre saltaba de la cama para encaminarse a la oficina donde trabajaba.
Un rato después salía yo del insomnio e iba hacia el comedorcito. Sobre la mesa, un paquete de caramelos que había dejado mi madre como al descuido y que yo de la misma manera colocaba en el bolsillo del delantal.

¡Oh Dios, dadme una máscara!

¿Cómo es Lugano cuando llueve? Este invierno llovió mucho.
Las calles con agua de una vereda a otra como en el Centenario, barrio de Estela Figueroa con quien hemos compartido estas cosas.
Me puse mis botas y mi escafandra y me fui a las seis al bar cercano a casa, no sin antes besar a mi madre, como pidiendo perdón por la traición que iba a cometer: todos los domingos me veía con mi padre.
-: Te espero desde las cinco, me decía siempre a modo de recibimiento. Tenía la nariz y las mejillas del color del vino. Él hacía una seña al mozo y la mesa al instante estaba colmada de comida chatarra que yo devoraba en un instante. Otra seña y el vacío estaba otra vez colmado de tortas que yo, en mi sed de amor, deglutía. Así fue como me convertí en el chico más gordo de la escuela.
Distinta era la actitud de mi gran amiga Estela Figueroa. Cuando llegaba los viernes a la tarde de la escuela, si no había en la mesa dulce de leche Marymil, lloraba en silencio. En su casa por imposición del padre estaba prohibido llorar. Parece que lo consideraba propio de los débiles. Padre sólo permitía que su madre se desmayara haciendo el arco histérico los días de la madre. Entonces él llamaba a un médico que vivía a dos cuadras de casa, que entraba corriendo por el pasillo y le ponía una jeringa de Valium.

Conclusión.

Patricio Foglia y Estela Figueroa vivieron su infancia en pequeños psiquiátricos de los que huyeron en la adolescencia soñando con un campo de fresas salvajes: las palabras. Palabras traídas por la lluvia las noches estrelladas… por los amores, por las hadas o por los ángeles.

¿Son felices? Sí, son felices cuando pueden escribir.

Lugano 1 y 2 - Patricio Foglia

$15.000
Lugano 1 y 2 - Patricio Foglia $15.000

“¡Oh Dios, dadme una máscara!”
Verso de un poema de Dylan Thomas.

Todos hemos sido hijos de padres separados.
Todos hemos sido botín de guerra. Y trasladados de una casa común al monoambiente de nuestros abuelos donde no entraban ni nuestros suspiros.
Hemos sentido sed de amor, de que a veces nos rocen la frente. Y ninguna mano se acercó. Entonces, despacito, íbamos hacia la heladera y comíamos lo que estaba a mano. Comer calma la desdicha. Los otros dormían, roncaban, hasta la hora en que sonaba el despertador y mi madre saltaba de la cama para encaminarse a la oficina donde trabajaba.
Un rato después salía yo del insomnio e iba hacia el comedorcito. Sobre la mesa, un paquete de caramelos que había dejado mi madre como al descuido y que yo de la misma manera colocaba en el bolsillo del delantal.

¡Oh Dios, dadme una máscara!

¿Cómo es Lugano cuando llueve? Este invierno llovió mucho.
Las calles con agua de una vereda a otra como en el Centenario, barrio de Estela Figueroa con quien hemos compartido estas cosas.
Me puse mis botas y mi escafandra y me fui a las seis al bar cercano a casa, no sin antes besar a mi madre, como pidiendo perdón por la traición que iba a cometer: todos los domingos me veía con mi padre.
-: Te espero desde las cinco, me decía siempre a modo de recibimiento. Tenía la nariz y las mejillas del color del vino. Él hacía una seña al mozo y la mesa al instante estaba colmada de comida chatarra que yo devoraba en un instante. Otra seña y el vacío estaba otra vez colmado de tortas que yo, en mi sed de amor, deglutía. Así fue como me convertí en el chico más gordo de la escuela.
Distinta era la actitud de mi gran amiga Estela Figueroa. Cuando llegaba los viernes a la tarde de la escuela, si no había en la mesa dulce de leche Marymil, lloraba en silencio. En su casa por imposición del padre estaba prohibido llorar. Parece que lo consideraba propio de los débiles. Padre sólo permitía que su madre se desmayara haciendo el arco histérico los días de la madre. Entonces él llamaba a un médico que vivía a dos cuadras de casa, que entraba corriendo por el pasillo y le ponía una jeringa de Valium.

Conclusión.

Patricio Foglia y Estela Figueroa vivieron su infancia en pequeños psiquiátricos de los que huyeron en la adolescencia soñando con un campo de fresas salvajes: las palabras. Palabras traídas por la lluvia las noches estrelladas… por los amores, por las hadas o por los ángeles.

¿Son felices? Sí, son felices cuando pueden escribir.