Natalia Litvinova, en Siguiente vitalidad, hace crecer palabras que germinan rompiendo el tejido resistente que propone el bosque del hermetismo. Cruza senderos tortuosos al escribir poemas en los que lugar y tiempo reflejan lo latente; la existencia, la naturaleza, la vida. Pero también el efecto terminal. Poemas que se elevan como aves, sobrevolando proximidades y lejanías.

Son sentimientos que el pensamiento colma de palabras, dado que hay tiempo y lugar para todas las cosas, aunque se llegue a pregonar que falta luz para percibirlas. Lo cierto es que la oscuridad puede ser algo más que una figura retórica. Y, en este caso, llega a ser el cable a tierra.

Son poemas que reconocen las ausencias y, en tal sentido, apuestan a una conexión que impida, al olvido, hacer desaparecer de la conciencia los recuerdos. Porque hay manos, y si son dos, una será la más apta para manipular. Será la mano dominante. Y hay dedos, hay extremidades. Y extremos.

Por otro lado, entre estas páginas, entre el abuelo y la abuela, entre árboles y flores; entre rostros y huesos; entre la lluvia y el barro; entre ojos de animales y agujas de hielo, Natalia acerca a Safo, la famosa poetisa griega de la isla de Lesbos, convertida en símbolo del amor entre mujeres.

Y, más allá, está Casandra con su don y su castigo a cuestas.

También la historia de ese niño salvado del exterminio nazi, en Piezas en fuga, de Anne Michaels (y otra vez Grecia en el relato).

Y, la aventura de aquellos románticos; esos rusos que siendo coherentes con sus ideales, decidieron exiliarse, expandiéndose  por Europa, con el ánimo de reunirse, cada tanto, para discutir acerca de  la futura revolución contra el poder zarista. Chernóbil tampoco queda afuera de este libro, de capas y de pliegues, en el que las armas devienen en palabras, y la cara de Stalin se aparece en los sueños.

Siguiente vitalidad - Natalia Litvinova

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Natalia Litvinova, en Siguiente vitalidad, hace crecer palabras que germinan rompiendo el tejido resistente que propone el bosque del hermetismo. Cruza senderos tortuosos al escribir poemas en los que lugar y tiempo reflejan lo latente; la existencia, la naturaleza, la vida. Pero también el efecto terminal. Poemas que se elevan como aves, sobrevolando proximidades y lejanías.

Son sentimientos que el pensamiento colma de palabras, dado que hay tiempo y lugar para todas las cosas, aunque se llegue a pregonar que falta luz para percibirlas. Lo cierto es que la oscuridad puede ser algo más que una figura retórica. Y, en este caso, llega a ser el cable a tierra.

Son poemas que reconocen las ausencias y, en tal sentido, apuestan a una conexión que impida, al olvido, hacer desaparecer de la conciencia los recuerdos. Porque hay manos, y si son dos, una será la más apta para manipular. Será la mano dominante. Y hay dedos, hay extremidades. Y extremos.

Por otro lado, entre estas páginas, entre el abuelo y la abuela, entre árboles y flores; entre rostros y huesos; entre la lluvia y el barro; entre ojos de animales y agujas de hielo, Natalia acerca a Safo, la famosa poetisa griega de la isla de Lesbos, convertida en símbolo del amor entre mujeres.

Y, más allá, está Casandra con su don y su castigo a cuestas.

También la historia de ese niño salvado del exterminio nazi, en Piezas en fuga, de Anne Michaels (y otra vez Grecia en el relato).

Y, la aventura de aquellos románticos; esos rusos que siendo coherentes con sus ideales, decidieron exiliarse, expandiéndose  por Europa, con el ánimo de reunirse, cada tanto, para discutir acerca de  la futura revolución contra el poder zarista. Chernóbil tampoco queda afuera de este libro, de capas y de pliegues, en el que las armas devienen en palabras, y la cara de Stalin se aparece en los sueños.