Casi siempre los libros memorables son varios libros a la misma vez. Recogen tradiciones, procedimientos, técnicas y géneros, en boga algunas veces pero con más frecuencia desusados, que además de anacrónicos habrían parecido incompatibles de no haberse reunido de esta exacta forma; también producen, en retrospectiva, una perpleja sensación de inevitabilidad. Otra vida, el debut del poeta y traductor Daniel Lipara, es uno de esos libros.

 

Otra vida despliega —o más bien teje y desteje— un mito y un teatro familiar. A veces más que mito es una épica, de la misma manera lateral en que la épica se recrea en Memorial, el libro de Alice Oswald que Lipara tradujo en colaboración con Mirta Rosenberg, donde se conmemoran y actualizan las muertes de los personajes secundarios de la Ilíada, extras que al ser lanzados al centro de la escena multiplican, por gracia de la lírica, su breve dignidad descolocada. Es verdad que los padres, por acción u omisión, no suelen ser actores de reparto en la vida de nadie —tampoco lo es la tía inolvidable de este libro—, pero el gesto es el mismo que en Memorial: pequeños heroísmos —señalados aquí por variantes modestas del epíteto homérico— que se ven empujados a la luz por la fuerza centrípeta de la muerte. Si bien detrás de escena un colofón consigna el posterior deceso de los padres, Otra vida no es tanto una elegía como un encomio de las muchas vidas que caben dentro de una: de ahí la variedad de voces y de tonos —mordaz, sentimental, inspirado, solemne— y los múltiples géneros que este libro convoca.

 

En consecuencia, hay algo de tragedia en ese teatro familiar, pero también un poco de sainete. En contraste con la convención de la épica —y por más que Otra vida explore los orígenes, ese borde de niebla entre el mito y la historia—, en estos descendientes de inmigrantes la nobleza no viene del linaje. Viven en Mataderos (o por un tiempo en Ciudad Oculta), van a comprar al Once, viajan al Conurbano: se podría decir que son gente de barrio. De este modo, Otra vida se acerca a cierta producción contemporánea pero toma distancia: el barrio está del lado de la historia, no del mito; no hay costumbrismo ni color local. La versificación lleva a cabo una síntesis análoga: como es frecuente en la poesía actual, Lipara prescinde de signos de puntuación y limita el uso de mayúsculas a los sustantivos propios. Sin embargo, estas marcas de contemporaneidad contrastan con la observancia del verso medido, de base imparisílaba, flexibilizado con la ductilidad de quien se siente a sus anchas en la prosodia tradicional de la lengua.

 

Otra vida es un libro que sabe ser medido y, por ende, también desmesurado. Así, en el primer verso se presenta a Susana de manera no del todo heroica (“Mi tía pesa ciento cincuenta kilos”); luego sigue un crescendo francamente patético, con lluvia estomacal de bombones incluida. En un libro que no quiere ser cínico ni descree del heroísmo —del de sus personajes ni de la lengua misma—, cabría preguntarse el porqué de este anticlímax colocado al inicio: ¿un acto de humildad o contrición de quien se apresta a intentar otra vez una reunión de los antiguos géneros poéticos —la épica, la lírica y el drama—?

 

La respuesta quizá tenga que ver con los contrastes y los tránsitos que animan este libro: de lo leve a lo grave, de la vida a la muerte y viceversa; de Occidente hacia Oriente; del ridículo al éxtasis. Otra vida es también —y quizá sobre todo— un relato de viajes. El asunto inmediato es un viaje a la India —al ashram de Sai Baba en Puttaparthi— en busca de una cura para el cáncer de la madre. Pero aún más que eso es un viaje a la infancia, en el que sin embargo no hay nostalgia; tal vez porque la infancia suele experimentarse como un largo presente, tiempo en el que por cierto se conjugan con pocas excepciones los verbos de Otra vida. Por eso es que quizá pueda leerse también como novela de iniciación en un oficio y una fe que permanecen siempre en estado de pregunta: ese presente puro es el tiempo que encarna lo sagrado, una inquietud constante en este libro; y es, a la vez, el de la poesía.

Otra vida - Daniel Lipara

$11.500
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Casi siempre los libros memorables son varios libros a la misma vez. Recogen tradiciones, procedimientos, técnicas y géneros, en boga algunas veces pero con más frecuencia desusados, que además de anacrónicos habrían parecido incompatibles de no haberse reunido de esta exacta forma; también producen, en retrospectiva, una perpleja sensación de inevitabilidad. Otra vida, el debut del poeta y traductor Daniel Lipara, es uno de esos libros.

 

Otra vida despliega —o más bien teje y desteje— un mito y un teatro familiar. A veces más que mito es una épica, de la misma manera lateral en que la épica se recrea en Memorial, el libro de Alice Oswald que Lipara tradujo en colaboración con Mirta Rosenberg, donde se conmemoran y actualizan las muertes de los personajes secundarios de la Ilíada, extras que al ser lanzados al centro de la escena multiplican, por gracia de la lírica, su breve dignidad descolocada. Es verdad que los padres, por acción u omisión, no suelen ser actores de reparto en la vida de nadie —tampoco lo es la tía inolvidable de este libro—, pero el gesto es el mismo que en Memorial: pequeños heroísmos —señalados aquí por variantes modestas del epíteto homérico— que se ven empujados a la luz por la fuerza centrípeta de la muerte. Si bien detrás de escena un colofón consigna el posterior deceso de los padres, Otra vida no es tanto una elegía como un encomio de las muchas vidas que caben dentro de una: de ahí la variedad de voces y de tonos —mordaz, sentimental, inspirado, solemne— y los múltiples géneros que este libro convoca.

 

En consecuencia, hay algo de tragedia en ese teatro familiar, pero también un poco de sainete. En contraste con la convención de la épica —y por más que Otra vida explore los orígenes, ese borde de niebla entre el mito y la historia—, en estos descendientes de inmigrantes la nobleza no viene del linaje. Viven en Mataderos (o por un tiempo en Ciudad Oculta), van a comprar al Once, viajan al Conurbano: se podría decir que son gente de barrio. De este modo, Otra vida se acerca a cierta producción contemporánea pero toma distancia: el barrio está del lado de la historia, no del mito; no hay costumbrismo ni color local. La versificación lleva a cabo una síntesis análoga: como es frecuente en la poesía actual, Lipara prescinde de signos de puntuación y limita el uso de mayúsculas a los sustantivos propios. Sin embargo, estas marcas de contemporaneidad contrastan con la observancia del verso medido, de base imparisílaba, flexibilizado con la ductilidad de quien se siente a sus anchas en la prosodia tradicional de la lengua.

 

Otra vida es un libro que sabe ser medido y, por ende, también desmesurado. Así, en el primer verso se presenta a Susana de manera no del todo heroica (“Mi tía pesa ciento cincuenta kilos”); luego sigue un crescendo francamente patético, con lluvia estomacal de bombones incluida. En un libro que no quiere ser cínico ni descree del heroísmo —del de sus personajes ni de la lengua misma—, cabría preguntarse el porqué de este anticlímax colocado al inicio: ¿un acto de humildad o contrición de quien se apresta a intentar otra vez una reunión de los antiguos géneros poéticos —la épica, la lírica y el drama—?

 

La respuesta quizá tenga que ver con los contrastes y los tránsitos que animan este libro: de lo leve a lo grave, de la vida a la muerte y viceversa; de Occidente hacia Oriente; del ridículo al éxtasis. Otra vida es también —y quizá sobre todo— un relato de viajes. El asunto inmediato es un viaje a la India —al ashram de Sai Baba en Puttaparthi— en busca de una cura para el cáncer de la madre. Pero aún más que eso es un viaje a la infancia, en el que sin embargo no hay nostalgia; tal vez porque la infancia suele experimentarse como un largo presente, tiempo en el que por cierto se conjugan con pocas excepciones los verbos de Otra vida. Por eso es que quizá pueda leerse también como novela de iniciación en un oficio y una fe que permanecen siempre en estado de pregunta: ese presente puro es el tiempo que encarna lo sagrado, una inquietud constante en este libro; y es, a la vez, el de la poesía.