«Pensé en Mastronardi ese día mientras caminaba alrededor de un lago congelado, tras enterarme de la muerte de A. Pensé en A, que acababa de morir sorpresivamente a miles de kilómetros, y en el amigo de A que, llorando, le había comunicado su muerte a mi mujer. Pensé en una de las últimas veces que lo había visto, en un bar a la salida de la estación M., las preguntas que debería haber hecho y no hice, la voz de A apenas audible sobre el estruendo unificado de la calle y el bar. Y más tarde, mientras bordeaba el lago donde parejas y niños patinaban alegremente, en el momento en que la noticia de la muerte comenzaba a diluirse en mi cuerpo, me encontré pensando de repente en Mastronardi. ¿Cuántas personas quedan que lo hayan conocido profundamente? ¿Cuántas que lo hayan conocido al menos de manera superficial?»

«Hay paseos, sobre todo. Caminatas de a dos, pares que caminan. Caminatas en el Gualeguay de la adolescencia al atardecer con Juanele, desde la biblioteca municipal. Caminatas con Borges en los años 20, con Juanele de nuevo en la década del 20 y del 30, con Calveyra en los 50. Con Gombrowicz no, con Gombrowicz los encuentros estáticos en el Querandí, década del 40. El gesto es el mismo, y es antiguo: el pensamiento puesto en marcha. Fondos de Palermo, bajos de Saavedra, Avenida Corrientes hasta Chacarita, Puente Alsina, Barracas. Tal vez ya esa primera noche con Borges, la noche en que se conocieron en una tertulia de la librería Samet. Deben haber caminado por primera vez esa noche, desde la Avenida de Mayo hacia el bajo, y desde el bajo hacia el sur, San Telmo y más allá. Llegaban hasta el límite de la ciudad a veces, hasta el campo. Una noche, luego de una tertulia por Belgrano, Mastronardi y Borges enfilaron solos hacia el suburbio. Caminaban tan entretenidos con la charla que tardaron un momento en sentir el agua en los zapatos. Habían dejado atrás hace rato las últimas luces y apenas podían verse las manos o la cara. Silbido del viento en los pajonales, olor del río mezclado con la podredumbre de los fetos desechados, ladridos de perros. Quisieron dar marcha atrás y durante media hora chapotearon sin dirección, hasta que divisaron una luz a la distancia. Recién entonces se dieron cuenta de que caminaban callados desde hacía un rato. Uno de los dos hizo una broma mientras apuraban el paso. La luz se fue haciendo más intensa y finalmente distinguieron hombres a caballo. Era una partida.»

«Con frecuencia, las visitas son individuales. Calveyra, por ejemplo, durante un tiempo lo visita casi semanalmente. Viaja los viernes desde La Plata, se queda todo el fin de semana. Lleva poemas, que Mastronardi lee y critica, y al atardecer salen a caminar por los alrededores. Me animo a decir que hay algo nuevo en estas caminatas. Esta no es la forma en que Mastronardi caminaba con Borges en los años 20, ni la forma en que caminaba con Juanele en la década del 10 o del 30. El ritmo es distinto, la conversación más pausada, los circuitos más acotados. A pesar de ser una persona sociable, Mastronardi no es nunca demasiado locuaz, y a veces cuando están solos cae en largos silencios que Calveyra no sabe bien cómo interpretar. Al principio, reacciona frente a los silencios de Mastronardi redoblando el ritmo de sus preguntas, hasta que descubre que de esta forma los silencios se vuelven más largos. Pronto se da cuenta de que es haciendo silencio él mismo como logra sacar a Mastronardi de su mutismo; se da cuenta, en ese sentido, de que un equilibrio frágil gobierna la conversación. Cuando Calveyra hace un silencio bastante largo, Mastronardi de repente comienza a hablar, retomando como si nada una pregunta de minutos antes, o incluso del día anterior. No se puede decir que cuando Mastronardi hace silencio esté pensando en una respuesta, o pensando en algo en particular. Pero algo es seguro, y es que sus conversaciones parecen estar fundadas sobre un equívoco, quiero decir: si en apariencia uno podría ver en esos dos que caminan la encarnación de una relación discipular, en la práctica, Mastronardi se dedica a socavar todo el tiempo su rol de maestro, despersonalizando el diálogo, como si buscara ahuecar, retirándole contenido y relleno, la figura magistral que vendría supuestamente a encarnar. Los suyos, en ese sentido, no son los silencios solemnes de un maestro, sino los de alguien incómodo con cualquier magisterio: los silencios de un saboteador.»

«Por qué eligió quedarse, si es que se trató de una elección, no hay manera de saberlo, pero el resultado de esa inmovilidad (voluntaria o no) fue la dedicación de todas sus energías a la escritura de su poema. Lo que gana en claridad pierde en intensidad, había escrito; y también podría haber escrito, entonces, que hay en la renuncia a la movilidad una ganancia de otro tipo, porque todo en Mastronardi es un sistema de compensaciones, toda su ética parece fundada sobre una conciencia de la forma en que cada ganancia está asociada a una pérdida y viceversa. Hay que imaginarlo, digo, en las noches de la primera mitad de la década del 30, inclinado sobre una mesa en la cocina de la casa, inmóvil frente a la página llena de tachaduras. “De día en día me siento más cargado de responsabilidad íntima, y ello me obliga a detenerme ante cada palabra”, escribe en 1933. Y también: “Quiero velar la brillazón y el efectismo a que nos acostumbrara la época ultraica”. “Velar” el poema como se velaba a sí mismo en su relación con los demás, administrar el brillo.»

Miguel Ángel Petrecca nació en Buenos Aires en 1979. Publicó los libros de poemas El gran furcio (G&M, 2004), El Maldonado (G&M, 2008), La voluntad (Bajo la luna, 2013) y El recuerdo de una pared (n direcciones, 2016). Publicó también un libro sobre Pekín (Pekín, Pre-textos, 2017) y la antología Un país mental. 100 poemas chinos contemporáneos (G&M, 2011).

Mastronadi - Miguel Ángel Petrecca

$11.600
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«Pensé en Mastronardi ese día mientras caminaba alrededor de un lago congelado, tras enterarme de la muerte de A. Pensé en A, que acababa de morir sorpresivamente a miles de kilómetros, y en el amigo de A que, llorando, le había comunicado su muerte a mi mujer. Pensé en una de las últimas veces que lo había visto, en un bar a la salida de la estación M., las preguntas que debería haber hecho y no hice, la voz de A apenas audible sobre el estruendo unificado de la calle y el bar. Y más tarde, mientras bordeaba el lago donde parejas y niños patinaban alegremente, en el momento en que la noticia de la muerte comenzaba a diluirse en mi cuerpo, me encontré pensando de repente en Mastronardi. ¿Cuántas personas quedan que lo hayan conocido profundamente? ¿Cuántas que lo hayan conocido al menos de manera superficial?»

«Hay paseos, sobre todo. Caminatas de a dos, pares que caminan. Caminatas en el Gualeguay de la adolescencia al atardecer con Juanele, desde la biblioteca municipal. Caminatas con Borges en los años 20, con Juanele de nuevo en la década del 20 y del 30, con Calveyra en los 50. Con Gombrowicz no, con Gombrowicz los encuentros estáticos en el Querandí, década del 40. El gesto es el mismo, y es antiguo: el pensamiento puesto en marcha. Fondos de Palermo, bajos de Saavedra, Avenida Corrientes hasta Chacarita, Puente Alsina, Barracas. Tal vez ya esa primera noche con Borges, la noche en que se conocieron en una tertulia de la librería Samet. Deben haber caminado por primera vez esa noche, desde la Avenida de Mayo hacia el bajo, y desde el bajo hacia el sur, San Telmo y más allá. Llegaban hasta el límite de la ciudad a veces, hasta el campo. Una noche, luego de una tertulia por Belgrano, Mastronardi y Borges enfilaron solos hacia el suburbio. Caminaban tan entretenidos con la charla que tardaron un momento en sentir el agua en los zapatos. Habían dejado atrás hace rato las últimas luces y apenas podían verse las manos o la cara. Silbido del viento en los pajonales, olor del río mezclado con la podredumbre de los fetos desechados, ladridos de perros. Quisieron dar marcha atrás y durante media hora chapotearon sin dirección, hasta que divisaron una luz a la distancia. Recién entonces se dieron cuenta de que caminaban callados desde hacía un rato. Uno de los dos hizo una broma mientras apuraban el paso. La luz se fue haciendo más intensa y finalmente distinguieron hombres a caballo. Era una partida.»

«Con frecuencia, las visitas son individuales. Calveyra, por ejemplo, durante un tiempo lo visita casi semanalmente. Viaja los viernes desde La Plata, se queda todo el fin de semana. Lleva poemas, que Mastronardi lee y critica, y al atardecer salen a caminar por los alrededores. Me animo a decir que hay algo nuevo en estas caminatas. Esta no es la forma en que Mastronardi caminaba con Borges en los años 20, ni la forma en que caminaba con Juanele en la década del 10 o del 30. El ritmo es distinto, la conversación más pausada, los circuitos más acotados. A pesar de ser una persona sociable, Mastronardi no es nunca demasiado locuaz, y a veces cuando están solos cae en largos silencios que Calveyra no sabe bien cómo interpretar. Al principio, reacciona frente a los silencios de Mastronardi redoblando el ritmo de sus preguntas, hasta que descubre que de esta forma los silencios se vuelven más largos. Pronto se da cuenta de que es haciendo silencio él mismo como logra sacar a Mastronardi de su mutismo; se da cuenta, en ese sentido, de que un equilibrio frágil gobierna la conversación. Cuando Calveyra hace un silencio bastante largo, Mastronardi de repente comienza a hablar, retomando como si nada una pregunta de minutos antes, o incluso del día anterior. No se puede decir que cuando Mastronardi hace silencio esté pensando en una respuesta, o pensando en algo en particular. Pero algo es seguro, y es que sus conversaciones parecen estar fundadas sobre un equívoco, quiero decir: si en apariencia uno podría ver en esos dos que caminan la encarnación de una relación discipular, en la práctica, Mastronardi se dedica a socavar todo el tiempo su rol de maestro, despersonalizando el diálogo, como si buscara ahuecar, retirándole contenido y relleno, la figura magistral que vendría supuestamente a encarnar. Los suyos, en ese sentido, no son los silencios solemnes de un maestro, sino los de alguien incómodo con cualquier magisterio: los silencios de un saboteador.»

«Por qué eligió quedarse, si es que se trató de una elección, no hay manera de saberlo, pero el resultado de esa inmovilidad (voluntaria o no) fue la dedicación de todas sus energías a la escritura de su poema. Lo que gana en claridad pierde en intensidad, había escrito; y también podría haber escrito, entonces, que hay en la renuncia a la movilidad una ganancia de otro tipo, porque todo en Mastronardi es un sistema de compensaciones, toda su ética parece fundada sobre una conciencia de la forma en que cada ganancia está asociada a una pérdida y viceversa. Hay que imaginarlo, digo, en las noches de la primera mitad de la década del 30, inclinado sobre una mesa en la cocina de la casa, inmóvil frente a la página llena de tachaduras. “De día en día me siento más cargado de responsabilidad íntima, y ello me obliga a detenerme ante cada palabra”, escribe en 1933. Y también: “Quiero velar la brillazón y el efectismo a que nos acostumbrara la época ultraica”. “Velar” el poema como se velaba a sí mismo en su relación con los demás, administrar el brillo.»

Miguel Ángel Petrecca nació en Buenos Aires en 1979. Publicó los libros de poemas El gran furcio (G&M, 2004), El Maldonado (G&M, 2008), La voluntad (Bajo la luna, 2013) y El recuerdo de una pared (n direcciones, 2016). Publicó también un libro sobre Pekín (Pekín, Pre-textos, 2017) y la antología Un país mental. 100 poemas chinos contemporáneos (G&M, 2011).