No sospechaba que Adrián Cangi fuese a enviarme un archivo de sus propios poemas. Fue un nacimiento repentino, tal Palas Atenea brotando armada, con lanza, coraza y casco, del muslo de Zeus. En seguida vislumbré su envergadura, la decisión con la que avanzaba montado en sus alejandrinos, o versos de impulso largo, con energía imparable. De repente tuve ante mis ojos al Cangi poeta como un masivo glaciar que después de haberse roto y hundido en el mar, emerge de rebote entre las olas levantando torrentes de espuma y chorretadas de agua en todas direcciones. La muerte de sus padres destapa su caudal de poeta. Había intentado escribir poesía antes, según dice, pero esos versos le habían parecido huecos, falsos. Ahora en cambio, la muerte de los padres trae a su poesía algo verdadero.
  A modo de conversión del duelo, se vuelca hacia el pensamiento oriental. Esta salida oriental llega por sorpresa (no menos que su libro) pasados los poemas que versan sobre los padres. Surge el dragón chino, aquél que aparece en las fiestas de nuevo año, todavía en pleno invierno, antes del equinoccio. El primer hexagrama del I Ching da, línea por línea, el movimiento de ascenso del dragón desde la tierra donde duerme en invierno, a los primeros escarceos de plantas y animales al inicio de primavera, cuando la naturaleza se descongela, hasta su paulatina y ondulante subida al cielo de verano. Son poemas en prosa, vivificados por esta sutil magia china, esta risueña elevación del dragón. Unen el cuerpo a los ritmos del cielo y de la tierra, el ciclo de las estaciones. Es una transición del duelo. Recuerdo aquellos versos de Góngora: “Que a ruinas y a estragos / suele hacer el amor verdes halagos.”
Roberto Echavarren

Lomo de dragón - Adrian Cangi

$18.000
Lomo de dragón - Adrian Cangi $18.000

No sospechaba que Adrián Cangi fuese a enviarme un archivo de sus propios poemas. Fue un nacimiento repentino, tal Palas Atenea brotando armada, con lanza, coraza y casco, del muslo de Zeus. En seguida vislumbré su envergadura, la decisión con la que avanzaba montado en sus alejandrinos, o versos de impulso largo, con energía imparable. De repente tuve ante mis ojos al Cangi poeta como un masivo glaciar que después de haberse roto y hundido en el mar, emerge de rebote entre las olas levantando torrentes de espuma y chorretadas de agua en todas direcciones. La muerte de sus padres destapa su caudal de poeta. Había intentado escribir poesía antes, según dice, pero esos versos le habían parecido huecos, falsos. Ahora en cambio, la muerte de los padres trae a su poesía algo verdadero.
  A modo de conversión del duelo, se vuelca hacia el pensamiento oriental. Esta salida oriental llega por sorpresa (no menos que su libro) pasados los poemas que versan sobre los padres. Surge el dragón chino, aquél que aparece en las fiestas de nuevo año, todavía en pleno invierno, antes del equinoccio. El primer hexagrama del I Ching da, línea por línea, el movimiento de ascenso del dragón desde la tierra donde duerme en invierno, a los primeros escarceos de plantas y animales al inicio de primavera, cuando la naturaleza se descongela, hasta su paulatina y ondulante subida al cielo de verano. Son poemas en prosa, vivificados por esta sutil magia china, esta risueña elevación del dragón. Unen el cuerpo a los ritmos del cielo y de la tierra, el ciclo de las estaciones. Es una transición del duelo. Recuerdo aquellos versos de Góngora: “Que a ruinas y a estragos / suele hacer el amor verdes halagos.”
Roberto Echavarren