La unción popular de los gobernantes es para nosotros la principal característica de un régimen democrático. La idea de que el pueblo es la única fuente legítima del poder se ha impuesto con la fuerza de la evidencia. Nadie pensaría en cuestionarla, ni siquiera en reflexionar sobre ella. “La soberanía no se puede compartir, resumía en el siglo XIX un gran republicano francés. Es preciso elegir entre el principio electivo y el principio hereditario. Es preciso que la autoridad se legitime mediante la voluntad de todos, libremente expresada, o mediante la supuesta voluntad de Dios. ¡El pueblo o el papa! ¡Elegid!” Responder a semejante disyuntiva dispensaba de cualquier argumentación. Y en esa situación nos hemos mantenido. Ese enunciado, sin embargo, encubre una importante aproximación al tema: la asimilación práctica de la voluntad general con la expresión mayoritaria. Pero no llegó a ser discutida. En efecto, el hecho de que el voto de la mayoría estableciera la legitimidad de un poder también fue universalmente admitido como un procedimiento que se identificaba con la propia esencia del hecho democrático. Una legitimidad definida en esos términos se impuso ante todo, naturalmente, como ruptura con un mundo antiguo donde las minorías dictaban su ley. La evocación de “la gran mayoría”, o de “la inmensa mayoría”, bastaba entonces para darle cuerpo al afianzamiento de los derechos de la mayoría frente a la voluntad claramente particular de los regímenes despóticos o aristocráticos. La apuesta decisiva consistía en marcar una diferencia en cuanto al origen del poder y los fundamentos de la obligación política. A partir de ahí, el principio de la mayoría se fue haciendo reconocer en su sentido más estrictamente procedimental. “La ley de la mayoría –se ha destacado de manera clásica– es una de esas ideas simples que se hacen aceptar de entrada; se caracteriza por no favorecer a nadie de antemano y pone a todos los votantes en la misma categoría.”

 

La legitimidad democrática - Pierre Rosanvallon

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La unción popular de los gobernantes es para nosotros la principal característica de un régimen democrático. La idea de que el pueblo es la única fuente legítima del poder se ha impuesto con la fuerza de la evidencia. Nadie pensaría en cuestionarla, ni siquiera en reflexionar sobre ella. “La soberanía no se puede compartir, resumía en el siglo XIX un gran republicano francés. Es preciso elegir entre el principio electivo y el principio hereditario. Es preciso que la autoridad se legitime mediante la voluntad de todos, libremente expresada, o mediante la supuesta voluntad de Dios. ¡El pueblo o el papa! ¡Elegid!” Responder a semejante disyuntiva dispensaba de cualquier argumentación. Y en esa situación nos hemos mantenido. Ese enunciado, sin embargo, encubre una importante aproximación al tema: la asimilación práctica de la voluntad general con la expresión mayoritaria. Pero no llegó a ser discutida. En efecto, el hecho de que el voto de la mayoría estableciera la legitimidad de un poder también fue universalmente admitido como un procedimiento que se identificaba con la propia esencia del hecho democrático. Una legitimidad definida en esos términos se impuso ante todo, naturalmente, como ruptura con un mundo antiguo donde las minorías dictaban su ley. La evocación de “la gran mayoría”, o de “la inmensa mayoría”, bastaba entonces para darle cuerpo al afianzamiento de los derechos de la mayoría frente a la voluntad claramente particular de los regímenes despóticos o aristocráticos. La apuesta decisiva consistía en marcar una diferencia en cuanto al origen del poder y los fundamentos de la obligación política. A partir de ahí, el principio de la mayoría se fue haciendo reconocer en su sentido más estrictamente procedimental. “La ley de la mayoría –se ha destacado de manera clásica– es una de esas ideas simples que se hacen aceptar de entrada; se caracteriza por no favorecer a nadie de antemano y pone a todos los votantes en la misma categoría.”