El poeta no puede contentarse ni satisfacerse con nada. Ya sea que tienda al lirismo, a la objetividad o a la abstracción, su canto tiene que seguir su propia lógica. No tiene nada que defender, nada que probar; tiene todo que mostrar, que entrever, que suscitar: los paisajes que lo habitan, los seres que de él se apoderan, el territorio que únicamente él recorre. No diría que es un hombre libre –¿quién puede jactarse de serlo?–, pero sin duda es el que tiende idealmente a la más nueva, a la más inconcreta libertad. Su trabajo –si el término es el apropiado– sigue siendo hoy en día acrecentar nuestra comprehensión, agrandar los límites de nuestra percepción del mundo. Y ya que hay que hablar de anonimato, de intemporalidad, me gustaría subrayar metafóricamente las vías posibles de este repentino exceso de entendimiento sobre el cual a veces desemboca la escritura del poema, o que suscita fugazmente, en vista de nuestra inalienable ceguera. Sea lo que sea, siempre estamos en el «Yo/ El otro» de Nerval, de Rimbaud, en el «¿Quién soy?» de Breton: quiero decir que ésa es la única pregunta que continúa importando en este asunto, que sigue justificando el esfuerzo a menudo irrisorio que todos perseguimos, «en nuestros limbos nuestros versos, nuestras estrofas, nuestras vaguedades».

Aceptar hasta su extremo lo que la escritura implica de desposesión, de negación de uno mismo es admitir la otra vertiente del mundo que rozamos sin habitar: dicho de otro modo, cesar de creer en que es el «yo» de un ser aislado el que «se expresa» (¡vieja cantinela! ¡execrable actualidad!), cuando en realidad el mundo nos atraviesa bruscamente, sobre la página grabada del poema, más allá de toda luz, de toda tiniebla; incluso de toda humanidad. Resumiendo en otros términos, esto significa que a mis ojos la poesía sigue siendo el único instrumento, la única actividad real de pensamiento que en nuestros días
trabaja a contrapelo de la concepción estrictamente individualista del hombre, que lentamente gangrenó el planeta, a lo largo de este siglo espantoso. Le incumbe entonces continuar su trabajo de resistencia, de subversión principalmente frente al materialismo moderno y al señuelo generalizado que tiende a hacer reinar para alienar mejor, obliterar todo pensamiento vivo. Este me parece que es, en todo caso, el único «deber», digno de su antigua grandeza o de sus ilusiones pasadas, que todavía pueda fijarse la poesía.

Kambuja y otros poemas - Yves Di Manno

$16.800
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El poeta no puede contentarse ni satisfacerse con nada. Ya sea que tienda al lirismo, a la objetividad o a la abstracción, su canto tiene que seguir su propia lógica. No tiene nada que defender, nada que probar; tiene todo que mostrar, que entrever, que suscitar: los paisajes que lo habitan, los seres que de él se apoderan, el territorio que únicamente él recorre. No diría que es un hombre libre –¿quién puede jactarse de serlo?–, pero sin duda es el que tiende idealmente a la más nueva, a la más inconcreta libertad. Su trabajo –si el término es el apropiado– sigue siendo hoy en día acrecentar nuestra comprehensión, agrandar los límites de nuestra percepción del mundo. Y ya que hay que hablar de anonimato, de intemporalidad, me gustaría subrayar metafóricamente las vías posibles de este repentino exceso de entendimiento sobre el cual a veces desemboca la escritura del poema, o que suscita fugazmente, en vista de nuestra inalienable ceguera. Sea lo que sea, siempre estamos en el «Yo/ El otro» de Nerval, de Rimbaud, en el «¿Quién soy?» de Breton: quiero decir que ésa es la única pregunta que continúa importando en este asunto, que sigue justificando el esfuerzo a menudo irrisorio que todos perseguimos, «en nuestros limbos nuestros versos, nuestras estrofas, nuestras vaguedades».

Aceptar hasta su extremo lo que la escritura implica de desposesión, de negación de uno mismo es admitir la otra vertiente del mundo que rozamos sin habitar: dicho de otro modo, cesar de creer en que es el «yo» de un ser aislado el que «se expresa» (¡vieja cantinela! ¡execrable actualidad!), cuando en realidad el mundo nos atraviesa bruscamente, sobre la página grabada del poema, más allá de toda luz, de toda tiniebla; incluso de toda humanidad. Resumiendo en otros términos, esto significa que a mis ojos la poesía sigue siendo el único instrumento, la única actividad real de pensamiento que en nuestros días
trabaja a contrapelo de la concepción estrictamente individualista del hombre, que lentamente gangrenó el planeta, a lo largo de este siglo espantoso. Le incumbe entonces continuar su trabajo de resistencia, de subversión principalmente frente al materialismo moderno y al señuelo generalizado que tiende a hacer reinar para alienar mejor, obliterar todo pensamiento vivo. Este me parece que es, en todo caso, el único «deber», digno de su antigua grandeza o de sus ilusiones pasadas, que todavía pueda fijarse la poesía.