En Fuera de juego, Gonzalo Beladrich cuenta las cicatrices que perduran después de haber renunciado, a poco de cumplir los veinte años, a la carrera de árbitro de fútbol para poder vivir, si no la vida loca, al menos su homosexualidad. Sin temor a los veredictos sociales y a las tribunas que, como con Fabián Madorrán -reina de los referís en los tardíos 90- hacían tronar la cancha con el epíteto puto. Para un gay fuera del closet le está destinada la extranjería permanente.

En 2004 Gonzalo llora la muerte de Madorrán, que se suicidó de un disparo en la boca. La tragedia opera como “golpe de gracia” y pedagogía: las leyes públicas del juego, en el fútbol, ocultan un código clandestino. Ser gay, y conseguir sustraerse a la vergüenza del veredicto, no está permitido. Más bien, ahí reside el núcleo originario de un deporte en el que la marica conceptual siempre ha estado, presente como chiste, como fantasma pánico, como exceso y como resto.

El recio-tierno Javier Castrilli, sus consejos desde la cima del que conoce el paño, son, junto con el recuerdo de la madre que lo siguió en sueños (abismada en el misterio y el abandono provocados por el sufrimiento psíquico), quienes acompañan al chico emancipado en ese peregrinaje hacia las primicias de su verdadera sexualidad. El yire callejero, el boliche, el chat, las alcobas, el arbitraje en un partido de “Gays apasionados por el fútbol” son, en fin, el sentimiento de autonomía que un exreferí homosexual, en flor, hurtó a la AFA. Sobre las cicatrices, Gonzalo Beladrich ha incrustado perlas. Deseoso es aquel que huye de la AFA.

Fuera de juego - Gonzalo Beladrich

$10.200
Fuera de juego - Gonzalo Beladrich $10.200

En Fuera de juego, Gonzalo Beladrich cuenta las cicatrices que perduran después de haber renunciado, a poco de cumplir los veinte años, a la carrera de árbitro de fútbol para poder vivir, si no la vida loca, al menos su homosexualidad. Sin temor a los veredictos sociales y a las tribunas que, como con Fabián Madorrán -reina de los referís en los tardíos 90- hacían tronar la cancha con el epíteto puto. Para un gay fuera del closet le está destinada la extranjería permanente.

En 2004 Gonzalo llora la muerte de Madorrán, que se suicidó de un disparo en la boca. La tragedia opera como “golpe de gracia” y pedagogía: las leyes públicas del juego, en el fútbol, ocultan un código clandestino. Ser gay, y conseguir sustraerse a la vergüenza del veredicto, no está permitido. Más bien, ahí reside el núcleo originario de un deporte en el que la marica conceptual siempre ha estado, presente como chiste, como fantasma pánico, como exceso y como resto.

El recio-tierno Javier Castrilli, sus consejos desde la cima del que conoce el paño, son, junto con el recuerdo de la madre que lo siguió en sueños (abismada en el misterio y el abandono provocados por el sufrimiento psíquico), quienes acompañan al chico emancipado en ese peregrinaje hacia las primicias de su verdadera sexualidad. El yire callejero, el boliche, el chat, las alcobas, el arbitraje en un partido de “Gays apasionados por el fútbol” son, en fin, el sentimiento de autonomía que un exreferí homosexual, en flor, hurtó a la AFA. Sobre las cicatrices, Gonzalo Beladrich ha incrustado perlas. Deseoso es aquel que huye de la AFA.