El vástago liminar de Juan Andrade se puede leer como el diario íntimo de una pesadilla bajo la luz del día, con los ojos bien abiertos.

_Debía ser la una, una y media. Manejaba por calles desiertas y mal iluminadas que tenían, sin embargo, un raro encanto. Volvía de una cena con amigos en La Plata que se había estirado más de la cuenta. Era una de esas noches frescas y húmedas de fines de abril, cuando el otoño deja de amagar. El locutor de la radio recomendó a los que tenían que ir para el lado de Berisso o Ensenada que llevaran un hacha para cortar la niebla. Y después anunció la canción Sin gamulán, de Los Abuelos de la Nada. Igual que el protagonista de la letra, me arrepentía de haber salido sin abrigo.

Las volutas de neblina empezaron a sobrevolar la avenida 60 a la altura del Bosque y la Facultad de Medicina. Pero al llegar a la rotonda de 128, lo que se interpuso en mi camino fue un médano de gas blanco que se aplastaba contra el asfalto. Cuando lo perforé con el coche, hasta la luna y las estrellas acabaron ocultándose. El locutor no exageraba. Y yo había tomado unas cervezas de más. En vez de pisar el acelerador a fondo, como suelo hacer si no hay tránsito en la recta que desemboca en la zona poblada de Berisso, avancé con la concentración de un principiante que acaba de recibir su registro de conducir.
La planta de YPF estaba cubierta por una cortina de humo acuoso. Las moles de acero que custodiaban ambas márgenes de la Avenida del Petróleo se habían vuelto repentinamente invisibles. Apenas se alcanzaba a divisar el alambrado que demarcaba el perímetro del predio sobre la mano derecha.

El vástago liminar - Juan Andrade

$24.000
El vástago liminar - Juan Andrade $24.000

El vástago liminar de Juan Andrade se puede leer como el diario íntimo de una pesadilla bajo la luz del día, con los ojos bien abiertos.

_Debía ser la una, una y media. Manejaba por calles desiertas y mal iluminadas que tenían, sin embargo, un raro encanto. Volvía de una cena con amigos en La Plata que se había estirado más de la cuenta. Era una de esas noches frescas y húmedas de fines de abril, cuando el otoño deja de amagar. El locutor de la radio recomendó a los que tenían que ir para el lado de Berisso o Ensenada que llevaran un hacha para cortar la niebla. Y después anunció la canción Sin gamulán, de Los Abuelos de la Nada. Igual que el protagonista de la letra, me arrepentía de haber salido sin abrigo.

Las volutas de neblina empezaron a sobrevolar la avenida 60 a la altura del Bosque y la Facultad de Medicina. Pero al llegar a la rotonda de 128, lo que se interpuso en mi camino fue un médano de gas blanco que se aplastaba contra el asfalto. Cuando lo perforé con el coche, hasta la luna y las estrellas acabaron ocultándose. El locutor no exageraba. Y yo había tomado unas cervezas de más. En vez de pisar el acelerador a fondo, como suelo hacer si no hay tránsito en la recta que desemboca en la zona poblada de Berisso, avancé con la concentración de un principiante que acaba de recibir su registro de conducir.
La planta de YPF estaba cubierta por una cortina de humo acuoso. Las moles de acero que custodiaban ambas márgenes de la Avenida del Petróleo se habían vuelto repentinamente invisibles. Apenas se alcanzaba a divisar el alambrado que demarcaba el perímetro del predio sobre la mano derecha.