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La figura de Mijail Bakunin se distingue inmediatamente contra el fondo de acontecimientos y héroes revolucionarios del siglo pasado: personaje monumentalmente excéntrico, intoxicado por los ambientes románticos que frecuentó en su juventud, movido por apetitos vitales desmesurados, seducido por la sensualidad que es propia a la acción, arrebatado por la ebriedad también la de las persecuciones, expulsiones y encarcelamientos sufridos por los fundadores de la I Internacional. La personalidad “magnética” de Bakunin atrajo a sus filas a revolucionarios de los cuatro puntos cardinales de Europa, a los que arrastró al borde del vértigo, hacia el umbral en que una sociedad se rearticula tomando como modelo a sus antípodas. Era un hombre que sabía ganarse el corazón de su gente. También era infatigable: polemizaba con monarcas y reformistas de una punta a otra del continente, organizaba conspiraciones, fundaba grupos de afinidad, y aún le quedaba tiempo para mantener una correspondencia múltiple y para redactar panfletos y proclamas tan virulentos como certeros. El revolucionario ruso sólo se hallaba a gusto entre energías desatadas y entre gente decidida [...] “Dios y el Estado” es uno de sus frutos intermitentes [...] Bakunin sostenía que el Estado no sólo es inaceptable porque regula y garantiza la desigualdad económica y política; además, como sucedáneo moderno del principio jerárquico divino, humilla y empequeñece al hombre. Del orden estatal únicamente emergen criaturas tortuosas o torturadas, contrahechas a imagen y semejanza de su regulador. Por eso mismo, Bakunin enfatizó la importancia de los lazos sociales espontáneos y recíprocos, posibles articuladores de una suerte de hermandad no forzada cuya horma de posibilidad residía en la asunción de que la libertad –y no sólo la opresión– era germen de relación social. Si bien fue un hombre a la vanguardia de su época, Bakunin también fue medianamente positivista en cuestiones del conocimiento. No obstante, se hallan en Dios y el Estado una desconfianza pionera ante la figura del científico y de sus castas gremiales, de las cuales recelaba sus ambiciones tecnocráticas. Instintivamente, Bakunin se negó a tratar a las personas vivas como abstracciones estadísticas o conejos de laboratorios sociales, prefiriendo el crisol de la vida activa y sus antinomias. Para él, era la unidad entre ciencia y vida colectiva lo que podía eludir la autonomización de las prácticas institucionales de los científicos [...] Tampoco el combate de Bakunin contra la “superchería ontológica” supone a Dios un mero dato cuya sustancia es “fantasmática”. En tanto la hipótesis divina se difunde con eficacia simbólica, existe y justifica la jerarquía terrestre. La emancipación de toda tutela exige impugnar a los homónimos modernos de la jerarquía celestial, pues la figura de Dios emblematiza a la autoridad en estado puro. Quizá lo que se agitaba en el alma eslavófila de Bakunin era un antiteísmo visceral más que un cientificismo ateo,un humanismo radical ante una imagen terrible y vengativa de Dios antes que una ateología. Así se comprenden mejor las continuas reivindicaciones de Satanás y de Eva, las añoranzas del paganismo o del tolerante politeísmo griego. Bakunin renegaba de las teologías religiosa y estatal que suponen al hombre esencialmente malo y peligroso. En última instancia, creía que esa “locura colectiva” llamada religión había sido consecuencia de “una gran sed del corazón y una insuficiente confianza en la humanidad”.
Christian Ferrer
Dios y el Estado - Mijail Bakunin
La figura de Mijail Bakunin se distingue inmediatamente contra el fondo de acontecimientos y héroes revolucionarios del siglo pasado: personaje monumentalmente excéntrico, intoxicado por los ambientes románticos que frecuentó en su juventud, movido por apetitos vitales desmesurados, seducido por la sensualidad que es propia a la acción, arrebatado por la ebriedad también la de las persecuciones, expulsiones y encarcelamientos sufridos por los fundadores de la I Internacional. La personalidad “magnética” de Bakunin atrajo a sus filas a revolucionarios de los cuatro puntos cardinales de Europa, a los que arrastró al borde del vértigo, hacia el umbral en que una sociedad se rearticula tomando como modelo a sus antípodas. Era un hombre que sabía ganarse el corazón de su gente. También era infatigable: polemizaba con monarcas y reformistas de una punta a otra del continente, organizaba conspiraciones, fundaba grupos de afinidad, y aún le quedaba tiempo para mantener una correspondencia múltiple y para redactar panfletos y proclamas tan virulentos como certeros. El revolucionario ruso sólo se hallaba a gusto entre energías desatadas y entre gente decidida [...] “Dios y el Estado” es uno de sus frutos intermitentes [...] Bakunin sostenía que el Estado no sólo es inaceptable porque regula y garantiza la desigualdad económica y política; además, como sucedáneo moderno del principio jerárquico divino, humilla y empequeñece al hombre. Del orden estatal únicamente emergen criaturas tortuosas o torturadas, contrahechas a imagen y semejanza de su regulador. Por eso mismo, Bakunin enfatizó la importancia de los lazos sociales espontáneos y recíprocos, posibles articuladores de una suerte de hermandad no forzada cuya horma de posibilidad residía en la asunción de que la libertad –y no sólo la opresión– era germen de relación social. Si bien fue un hombre a la vanguardia de su época, Bakunin también fue medianamente positivista en cuestiones del conocimiento. No obstante, se hallan en Dios y el Estado una desconfianza pionera ante la figura del científico y de sus castas gremiales, de las cuales recelaba sus ambiciones tecnocráticas. Instintivamente, Bakunin se negó a tratar a las personas vivas como abstracciones estadísticas o conejos de laboratorios sociales, prefiriendo el crisol de la vida activa y sus antinomias. Para él, era la unidad entre ciencia y vida colectiva lo que podía eludir la autonomización de las prácticas institucionales de los científicos [...] Tampoco el combate de Bakunin contra la “superchería ontológica” supone a Dios un mero dato cuya sustancia es “fantasmática”. En tanto la hipótesis divina se difunde con eficacia simbólica, existe y justifica la jerarquía terrestre. La emancipación de toda tutela exige impugnar a los homónimos modernos de la jerarquía celestial, pues la figura de Dios emblematiza a la autoridad en estado puro. Quizá lo que se agitaba en el alma eslavófila de Bakunin era un antiteísmo visceral más que un cientificismo ateo,un humanismo radical ante una imagen terrible y vengativa de Dios antes que una ateología. Así se comprenden mejor las continuas reivindicaciones de Satanás y de Eva, las añoranzas del paganismo o del tolerante politeísmo griego. Bakunin renegaba de las teologías religiosa y estatal que suponen al hombre esencialmente malo y peligroso. En última instancia, creía que esa “locura colectiva” llamada religión había sido consecuencia de “una gran sed del corazón y una insuficiente confianza en la humanidad”.
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