Estos textos, que van de 1894 a 1906, nos presentan al pintor Paul Cézanne. Y es así cómo firmaba alguna de sus cartas: Pictor P. Cézanne. Indisoluble entonces, puede decirse, como se dijo, que se trata del pintor puro. Como tal se sintió siempre, pincel en mano. Así, sentado a la mesa rumiaba: Miren cómo la luz ama con ternura a los damascos, los toma por entero, entra en su pulpa, ilumina todos sus lados. Pero es avara hacia los duraznos, de los que solo vuelve luminosa la mitad.
Y sea quien fuera el visitante, poeta, escultor, pintor, coleccionista o militar, encontrarán lo mismo: una vida fuerte y misteriosa, cultivada en la más extrema soledad, en el silencio de quien se debate entre su pequeña sensación y la idea, toda vez perseguidas y jamás alcanzadas, en guerra contra la analítica de las Escuelas y la banalidad de los farsantes. Encontrarán entonces al sabio y al bruto reunidos. Dichoso si pudiera ser un bruto, se lamentaba. Temperamento místico, que confunde a los incautos, que ven idealismo en el espiritualismo. Una vida consagrada al trabajo en la naturaleza, que no obstante recoge y sostiene un culto a la tradición y se ve a sí mismo como un jalón, el primitivo de un nuevo Renacimiento.
La clave es el color. El color es el lugar donde se encuentran nuestro cerebro y el universo. Por eso aparece como algo completamente dramático, para los verdaderos pintores. Por el color Cézanne escapa al tema, al objeto y al sujeto. Él los evitaba y hablaba de ir hacia el motivo. Y por eso mismo decía, en páginas asombrosas, que de lo que se trata es de modular antes que de modelar. El color es el que da la luz y la sombra, el que alumbra la forma, que ya no se separa del color. El alma de los colores es la bella fórmula que se busca.
Y si en Cézanne la pintura, a fin de cuentas, procede por manchas coloreadas, toques constructivos y una modulación progresiva según una ley de armonía que viene de alguna parte, de alguna profundidad, de alguna sensación, ¿no hay entonces una enseñanza para la filosofía, para nuestras vidas?

 

Conversaciones con Cézanne - VVAA - P.M. Doran (compilador)

$22.600
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Estos textos, que van de 1894 a 1906, nos presentan al pintor Paul Cézanne. Y es así cómo firmaba alguna de sus cartas: Pictor P. Cézanne. Indisoluble entonces, puede decirse, como se dijo, que se trata del pintor puro. Como tal se sintió siempre, pincel en mano. Así, sentado a la mesa rumiaba: Miren cómo la luz ama con ternura a los damascos, los toma por entero, entra en su pulpa, ilumina todos sus lados. Pero es avara hacia los duraznos, de los que solo vuelve luminosa la mitad.
Y sea quien fuera el visitante, poeta, escultor, pintor, coleccionista o militar, encontrarán lo mismo: una vida fuerte y misteriosa, cultivada en la más extrema soledad, en el silencio de quien se debate entre su pequeña sensación y la idea, toda vez perseguidas y jamás alcanzadas, en guerra contra la analítica de las Escuelas y la banalidad de los farsantes. Encontrarán entonces al sabio y al bruto reunidos. Dichoso si pudiera ser un bruto, se lamentaba. Temperamento místico, que confunde a los incautos, que ven idealismo en el espiritualismo. Una vida consagrada al trabajo en la naturaleza, que no obstante recoge y sostiene un culto a la tradición y se ve a sí mismo como un jalón, el primitivo de un nuevo Renacimiento.
La clave es el color. El color es el lugar donde se encuentran nuestro cerebro y el universo. Por eso aparece como algo completamente dramático, para los verdaderos pintores. Por el color Cézanne escapa al tema, al objeto y al sujeto. Él los evitaba y hablaba de ir hacia el motivo. Y por eso mismo decía, en páginas asombrosas, que de lo que se trata es de modular antes que de modelar. El color es el que da la luz y la sombra, el que alumbra la forma, que ya no se separa del color. El alma de los colores es la bella fórmula que se busca.
Y si en Cézanne la pintura, a fin de cuentas, procede por manchas coloreadas, toques constructivos y una modulación progresiva según una ley de armonía que viene de alguna parte, de alguna profundidad, de alguna sensación, ¿no hay entonces una enseñanza para la filosofía, para nuestras vidas?