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Si se echa un vistazo retrospectivo a la consideración de que han gozado el placer sensible y el erotismo en la cultura occidental desde los tiempos de la Grecia clásica, se puede afirmar que, en líneas generales y salvo excepciones, han sido vistos siempre como ámbitos problemáticos de la vida humana. A lo largo de los siglos se ha constituido en una fuente de tensiones continua entre el énfasis normativo institucional, por un lado, y la inagotable fuerza telúrica del deseo en su exigencia de ser satisfecho, por otro. El placer sensual, constreñido por la restrictiva moral judeocristiana a los estrechos canales de la reproducción, ha sido evaluado como una seria amenaza para el orden natural o divino del cosmos. Esta lectura de la sexualidad ha sido realizada de forma reiterada, de modo explícito o implícito, por los estamentos e instituciones que se han arrogado la función del mantenimiento de la decencia, la rectitud y el adecuado proceder de las actividades humanas. El resultado ha sido la producción de un corpus de conocimientos teóricos consagrado a demonizar cualquier actividad erótica que no estuviese orientada al coito heterosexual en el marco del matrimonio y con una finalidad estrictamente reproductiva.
La pérdida de peso de la religión como referente ideológico sancionador de la conducta y la vida sexual, especialmente acusada en Occidente desde la Ilustración, no variaría mucho las cosas. La ciencia, y en concreto la medicina y la psicología, cogió el relevo como instancia privilegiada encargada de definir qué actividades amatorias, y en virtud de qué motivos, pueden considerarse sanas y permisibles. Eso lleva, por defecto, a la especificación de qué prácticas e inclinaciones deben calificarse como patológicas, y ser confinadas, en consecuencia, al diván y al oscuro armario donde mora toda perversión sexual. En este ámbito, el papel de la psiquiatría ha sido primordial, ya que ha generado un conjunto de conocimientos y paradigmas acerca de la sexualidad en la medida en que ha intentado explicar y tratar de forma sistemática prácticas y tendencias sexuales, atribuyéndoles una significación precisa en un marco de referencia conceptual propio. No obstante, es necesario cuestionar el estatus epistemológico de este modo de conocer, es decir, su adecuación a los paradigmas científicos admitidos. Es reconocido que toda ciencia emerge y se halla inmersa en un marco social e ideológico definido y que, por tanto, la influencia del contexto sociocultural lastra de alguna manera los axiomas y resultados de la indagación científica. Valores y prejuicios, consciente o inconscientemente sostenidos, condicionan presupuestos y desarrollos teóricos y empíricos. Ahora bien, ningún tipo de saber puede reclamar el estatus de conocimiento científico si no se somete a la prueba de la adecuación a la realidad sobre la cual se erige. En este sentido, la ciencia médica ha adoptado tradicionalmente un enfoque que privilegia los juicios de valor sobre la realidad que pretende conocer. Al dictaminar acerca de la condición patológica o desviada de tal o cual conducta sexual, sanciona positivamente un modelo hegemónico que es considerado, no como aquel que prevalece en términos de frecuencia o apoyo institucional, sino como el modelo de sexualidad natural, sano, o maduro. Las distintas disciplinas médicas que se han dedicado a explorar la sexualidad humana suelen adolecer, de acuerdo con estas premisas teóricas e interpretativas, de una perspectiva proyectiva, cerrada en sí misma. Su discurso tiende a reflejar convicciones y premisas que no son sometidas a revisión, mediante una lectura sesgada y acrítica de la realidad que analiza. Se trata de un posicionamiento que no realiza el menor esfuerzo por adentrarse en el universo de significados que es propio del objeto de estudio. El resultado es que se niega la posibilidad misma de reconocer, tras determinadas conductas o preferencias, un modo creativo de concebir la sexualidad, capaz de generar por sí mismo una serie de valores, símbolos, imágenes y marcos interpretativos propios.
Un ejemplo paradigmático de esta actitud es el del eminente sexólogo Richard Von Krafft-Ebing. En su Psicopathia sexualis (1886) elabora un amplio catálogo de perversiones sexuales —que incluye desde la homosexualidad al bestialismo— haciendo referencia explícita al sadismo y el masoquismo. Ambas categorías se emplean para referirse, respectivamente, a las perversiones asociadas a la obtención de placer erótico a través de infringir o experimentar dolor y humillaciones diversas. El psicoanálisis vinculará ambas parafilias en un par relacionado con la fase anal del desarrollo de la libido, una fase que todo adulto debe superar para alcanzar su completo desarrollo. Estos casos convergen en su afán de prestigio y en su empeño cientificista por la recopilación de multitud de casos que demuestren el carácter psicopatológico o inmaduro de las fantasías y prácticas sadomasoquistas. Carecen de un conocimiento preciso y profundo de ese mundo, del que, sin embargo, ofrecen, una imagen estereotipada y alejada de la realidad, y al cual no dudan en someter a una evaluación y una sanción reprobatorias. De hecho, hasta el año 1996 la Asociación Americana de Psiquiatría no suprimiría el sadomasoquismo de la lista de enfermedades mentales.
Cualquier aproximación mínimamente rigurosa al universo BDSM —acrónimo de origen anglosajón que se empezó a utilizar en la década de 1990, y que incluye el bondage, la dominación, la disciplina, la sumisión y el sadomasoquismo— no puede obviar que éste no es sólo un conjunto de prácticas y actitudes más o menos ritualizadas erigidas en torno de la consecución del goce a través del dolor, la humillación, la inmovilización, o cualquiera de las prácticas que en este volumen se describen con tanto acierto y detalle. Al contrario, el BDSM incorpora también —y sobre todo— un corpus de conocimientos que incluye normas, formas de vida y de relación entre personas, valores, símbolos y significados en continua transformación, y que, al igual que todo fenómeno sociocultural, trascienden lo meramente individual y sirven de contexto significativo a las acciones sociales de los individuos. Este complejo de conocimientos constituye, más que una serie de prácticas y fantasías aberrantes o supuestas taras en el comportamiento individual susceptibles de ser tratadas por un terapeuta, una auténtica subcultura con instituciones y formas de organización propias. Se trata de una realidad social rica, compleja y elaborada, imbricada en un contexto sociocultural más amplio con el que está conectado en relación dialéctica. El BDSM es, por tanto, un fenómeno cultural en constante ebullición y con características propias y diferenciadas que le otorgan un valor intrínseco excepcional para cualquier investigador social.
Precisamente, éste ha sido el valor que le han reconocido las ciencias sociales, abiertas a reconocer en este conjunto de prácticas y saberes una verdadera ars erotica, una variante dentro del amplio abanico de la sexualidad humana. Este ars implica no sólo un perfecto conocimiento de determinadas habilidades técnicas, sino también una notable empatía con el placer ajeno en todos sus matices —es decir, una forma peculiar de relación social—. Por otro lado, en el ambiente BDSM prevalece, sobre todo, la conciencia de estar viviendo una sexualidad con características peculiares sobre la que es posible construir redes sociales y un discurso positivo: una identidad específica y distintiva que se aparta en muchas de sus facetas de otras maneras de experimentar el erotismo —un constructo identitario, dicho sea de paso, por lo que sabemos, exclusivo de Occidente—. De esta manera, la sociología y la antropología, siempre pendientes de captar el sentido de la acción social weberiana y preocupadas por analizar las dinámicas grupales y las transformaciones socioculturales, son las disciplinas que disponen de los instrumentos me
Bdsm -Jay Wiseman
Si se echa un vistazo retrospectivo a la consideración de que han gozado el placer sensible y el erotismo en la cultura occidental desde los tiempos de la Grecia clásica, se puede afirmar que, en líneas generales y salvo excepciones, han sido vistos siempre como ámbitos problemáticos de la vida humana. A lo largo de los siglos se ha constituido en una fuente de tensiones continua entre el énfasis normativo institucional, por un lado, y la inagotable fuerza telúrica del deseo en su exigencia de ser satisfecho, por otro. El placer sensual, constreñido por la restrictiva moral judeocristiana a los estrechos canales de la reproducción, ha sido evaluado como una seria amenaza para el orden natural o divino del cosmos. Esta lectura de la sexualidad ha sido realizada de forma reiterada, de modo explícito o implícito, por los estamentos e instituciones que se han arrogado la función del mantenimiento de la decencia, la rectitud y el adecuado proceder de las actividades humanas. El resultado ha sido la producción de un corpus de conocimientos teóricos consagrado a demonizar cualquier actividad erótica que no estuviese orientada al coito heterosexual en el marco del matrimonio y con una finalidad estrictamente reproductiva.
La pérdida de peso de la religión como referente ideológico sancionador de la conducta y la vida sexual, especialmente acusada en Occidente desde la Ilustración, no variaría mucho las cosas. La ciencia, y en concreto la medicina y la psicología, cogió el relevo como instancia privilegiada encargada de definir qué actividades amatorias, y en virtud de qué motivos, pueden considerarse sanas y permisibles. Eso lleva, por defecto, a la especificación de qué prácticas e inclinaciones deben calificarse como patológicas, y ser confinadas, en consecuencia, al diván y al oscuro armario donde mora toda perversión sexual. En este ámbito, el papel de la psiquiatría ha sido primordial, ya que ha generado un conjunto de conocimientos y paradigmas acerca de la sexualidad en la medida en que ha intentado explicar y tratar de forma sistemática prácticas y tendencias sexuales, atribuyéndoles una significación precisa en un marco de referencia conceptual propio. No obstante, es necesario cuestionar el estatus epistemológico de este modo de conocer, es decir, su adecuación a los paradigmas científicos admitidos. Es reconocido que toda ciencia emerge y se halla inmersa en un marco social e ideológico definido y que, por tanto, la influencia del contexto sociocultural lastra de alguna manera los axiomas y resultados de la indagación científica. Valores y prejuicios, consciente o inconscientemente sostenidos, condicionan presupuestos y desarrollos teóricos y empíricos. Ahora bien, ningún tipo de saber puede reclamar el estatus de conocimiento científico si no se somete a la prueba de la adecuación a la realidad sobre la cual se erige. En este sentido, la ciencia médica ha adoptado tradicionalmente un enfoque que privilegia los juicios de valor sobre la realidad que pretende conocer. Al dictaminar acerca de la condición patológica o desviada de tal o cual conducta sexual, sanciona positivamente un modelo hegemónico que es considerado, no como aquel que prevalece en términos de frecuencia o apoyo institucional, sino como el modelo de sexualidad natural, sano, o maduro. Las distintas disciplinas médicas que se han dedicado a explorar la sexualidad humana suelen adolecer, de acuerdo con estas premisas teóricas e interpretativas, de una perspectiva proyectiva, cerrada en sí misma. Su discurso tiende a reflejar convicciones y premisas que no son sometidas a revisión, mediante una lectura sesgada y acrítica de la realidad que analiza. Se trata de un posicionamiento que no realiza el menor esfuerzo por adentrarse en el universo de significados que es propio del objeto de estudio. El resultado es que se niega la posibilidad misma de reconocer, tras determinadas conductas o preferencias, un modo creativo de concebir la sexualidad, capaz de generar por sí mismo una serie de valores, símbolos, imágenes y marcos interpretativos propios.
Un ejemplo paradigmático de esta actitud es el del eminente sexólogo Richard Von Krafft-Ebing. En su Psicopathia sexualis (1886) elabora un amplio catálogo de perversiones sexuales —que incluye desde la homosexualidad al bestialismo— haciendo referencia explícita al sadismo y el masoquismo. Ambas categorías se emplean para referirse, respectivamente, a las perversiones asociadas a la obtención de placer erótico a través de infringir o experimentar dolor y humillaciones diversas. El psicoanálisis vinculará ambas parafilias en un par relacionado con la fase anal del desarrollo de la libido, una fase que todo adulto debe superar para alcanzar su completo desarrollo. Estos casos convergen en su afán de prestigio y en su empeño cientificista por la recopilación de multitud de casos que demuestren el carácter psicopatológico o inmaduro de las fantasías y prácticas sadomasoquistas. Carecen de un conocimiento preciso y profundo de ese mundo, del que, sin embargo, ofrecen, una imagen estereotipada y alejada de la realidad, y al cual no dudan en someter a una evaluación y una sanción reprobatorias. De hecho, hasta el año 1996 la Asociación Americana de Psiquiatría no suprimiría el sadomasoquismo de la lista de enfermedades mentales.
Cualquier aproximación mínimamente rigurosa al universo BDSM —acrónimo de origen anglosajón que se empezó a utilizar en la década de 1990, y que incluye el bondage, la dominación, la disciplina, la sumisión y el sadomasoquismo— no puede obviar que éste no es sólo un conjunto de prácticas y actitudes más o menos ritualizadas erigidas en torno de la consecución del goce a través del dolor, la humillación, la inmovilización, o cualquiera de las prácticas que en este volumen se describen con tanto acierto y detalle. Al contrario, el BDSM incorpora también —y sobre todo— un corpus de conocimientos que incluye normas, formas de vida y de relación entre personas, valores, símbolos y significados en continua transformación, y que, al igual que todo fenómeno sociocultural, trascienden lo meramente individual y sirven de contexto significativo a las acciones sociales de los individuos. Este complejo de conocimientos constituye, más que una serie de prácticas y fantasías aberrantes o supuestas taras en el comportamiento individual susceptibles de ser tratadas por un terapeuta, una auténtica subcultura con instituciones y formas de organización propias. Se trata de una realidad social rica, compleja y elaborada, imbricada en un contexto sociocultural más amplio con el que está conectado en relación dialéctica. El BDSM es, por tanto, un fenómeno cultural en constante ebullición y con características propias y diferenciadas que le otorgan un valor intrínseco excepcional para cualquier investigador social.
Precisamente, éste ha sido el valor que le han reconocido las ciencias sociales, abiertas a reconocer en este conjunto de prácticas y saberes una verdadera ars erotica, una variante dentro del amplio abanico de la sexualidad humana. Este ars implica no sólo un perfecto conocimiento de determinadas habilidades técnicas, sino también una notable empatía con el placer ajeno en todos sus matices —es decir, una forma peculiar de relación social—. Por otro lado, en el ambiente BDSM prevalece, sobre todo, la conciencia de estar viviendo una sexualidad con características peculiares sobre la que es posible construir redes sociales y un discurso positivo: una identidad específica y distintiva que se aparta en muchas de sus facetas de otras maneras de experimentar el erotismo —un constructo identitario, dicho sea de paso, por lo que sabemos, exclusivo de Occidente—. De esta manera, la sociología y la antropología, siempre pendientes de captar el sentido de la acción social weberiana y preocupadas por analizar las dinámicas grupales y las transformaciones socioculturales, son las disciplinas que disponen de los instrumentos me
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