Una mañana tenía que ir al CGP barrial (Centro de Gestión y Participación Comunal) de la zona de Villa Crespo, donde viví algunos años, y para eso crucé a pie el Parque Centenario. Fue a los pocos días de haberme separado. Estaba hecha una piltrafa, lloraba mientras caminaba, un desastre. Cuando pasé frente al monumento a la bandera, tomé conciencia de algo que había estado observando en el camino mientras me caían las lágrimas: la primavera. Su llegada traía hojas nuevamente a las ramas peladas del invierno. Volvía a haber verde y el ciclo arrancaba otra vez. Algo que había leído de mil maneras, visto en películas, en pinturas, en fotografías, vivido constantemente durante treintipico de años, pero que, sin embargo, era la primera vez que sentía como una experiencia directa. Fue una especie de epifanía ese pensamiento, una revelación a partir de la cual algo comenzó a sanar. Y tuve de pronto la necesidad imperiosa de hacer algo con eso que ahora sabía. Llevaba un cuaderno y una lapicera, me senté en los escaloncitos del monumento y el poema empezó a hacerse, a hacerse solo. Desde mi corazón, pero solo. Cuando terminé de escribirlo sentí un alivio y una urgencia de seguir con nuevos versos; tuve, de pronto, la certeza de haber encontrado una vía por la cual expiar mi sufrimiento, transformar esa suerte de autorreproche rumiante que no me dejaba comer, dormir, vivir, en otra cosa. Qué suerte tenemos los poetas, pensé entonces y también lo pienso ahora, poder recurrir a ese pase mágico de la tinta que convierte el veneno en medicina, en belleza la amargura. 
 
Unos días después me cité con una amiga en un café y le mostré lo que había escrito. Puse sobre la mesa el original que acababa de imprimir en un cyber de Palermo, a interlineado simple, recuerdo, con letras Times New Roman, oscurísimas. Ella lo leyó y se mostró conmovida. «Es muy hermoso», me dijo. Y como yo valoraba mucho su criterio, comenzó para mí una segunda parte del asunto: tomar confianza en que esas palabras eran realmente un poema. Y así me apareció, sorpresivamente, la preocupación por el logro formal que hasta el momento había quedado en segundo plano. Ahora, había que destronar a la emoción, esa reina, y someterla al trabajo de la obrera. Había que corregir, identificar un espíritu, un lenguaje, una cadencia, la música. Con eso que fui encontrando escribí un segundo poema y después un tercero y todos los que vinieron después, pero ninguno fue tan honesto y profundo como el primero. Este fue el modo en que nació mi libro Espacios naturales. 
 
Al tiempo de aquel episodio del monumento, una amiga me aconsejó que me separara más seguido para que me salieran más poemas. Pero no sé si me convence la ecuación dolor-poesía. Creo que no, aunque sí adhiero a algo: para entrar completamente en la escritura de un poema, una emoción tiene que guiarme y si no, no pasa demasiado. No pasa demasiado si la resistencia o el control no me dejan caer en los versos totalmente. Hay una diferencia enorme entre esos poemas que surgen de modo inevitable y los otros, los que asocio al exagrama 22 del I Ching, que habla de cierta actitud «agraciada» y superficial, a veces útil para transitar, pero que no toca el fondo de las cosas. Algo muy lejano a la satisfacción que se experimenta al escribir unos versos que, al menos por un instante, consiguen hacernos vaciar el corazón de sus cargas. 
 
Por último, quisiera agregar algo: que el tópico de esta serie de poemas se concentrara en los detalles de la naturaleza, en los árboles y las hojas de aquella primavera incipiente, y no en mí, fue un verdadero descanso. Disolverme en la mirada, olvidarme de mis asuntos, al menos por un rato. Y repetiré lo que ya dije, porque escribir es una bendición que no me canso de agradecer: qué suerte tenemos los poetas, dios mío. Qué suerte.   
 
Paula Jimenez España

Espacios naturales - Paula Jimenez

$11.500
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Espacios naturales - Paula Jimenez $11.500
Una mañana tenía que ir al CGP barrial (Centro de Gestión y Participación Comunal) de la zona de Villa Crespo, donde viví algunos años, y para eso crucé a pie el Parque Centenario. Fue a los pocos días de haberme separado. Estaba hecha una piltrafa, lloraba mientras caminaba, un desastre. Cuando pasé frente al monumento a la bandera, tomé conciencia de algo que había estado observando en el camino mientras me caían las lágrimas: la primavera. Su llegada traía hojas nuevamente a las ramas peladas del invierno. Volvía a haber verde y el ciclo arrancaba otra vez. Algo que había leído de mil maneras, visto en películas, en pinturas, en fotografías, vivido constantemente durante treintipico de años, pero que, sin embargo, era la primera vez que sentía como una experiencia directa. Fue una especie de epifanía ese pensamiento, una revelación a partir de la cual algo comenzó a sanar. Y tuve de pronto la necesidad imperiosa de hacer algo con eso que ahora sabía. Llevaba un cuaderno y una lapicera, me senté en los escaloncitos del monumento y el poema empezó a hacerse, a hacerse solo. Desde mi corazón, pero solo. Cuando terminé de escribirlo sentí un alivio y una urgencia de seguir con nuevos versos; tuve, de pronto, la certeza de haber encontrado una vía por la cual expiar mi sufrimiento, transformar esa suerte de autorreproche rumiante que no me dejaba comer, dormir, vivir, en otra cosa. Qué suerte tenemos los poetas, pensé entonces y también lo pienso ahora, poder recurrir a ese pase mágico de la tinta que convierte el veneno en medicina, en belleza la amargura. 
 
Unos días después me cité con una amiga en un café y le mostré lo que había escrito. Puse sobre la mesa el original que acababa de imprimir en un cyber de Palermo, a interlineado simple, recuerdo, con letras Times New Roman, oscurísimas. Ella lo leyó y se mostró conmovida. «Es muy hermoso», me dijo. Y como yo valoraba mucho su criterio, comenzó para mí una segunda parte del asunto: tomar confianza en que esas palabras eran realmente un poema. Y así me apareció, sorpresivamente, la preocupación por el logro formal que hasta el momento había quedado en segundo plano. Ahora, había que destronar a la emoción, esa reina, y someterla al trabajo de la obrera. Había que corregir, identificar un espíritu, un lenguaje, una cadencia, la música. Con eso que fui encontrando escribí un segundo poema y después un tercero y todos los que vinieron después, pero ninguno fue tan honesto y profundo como el primero. Este fue el modo en que nació mi libro Espacios naturales. 
 
Al tiempo de aquel episodio del monumento, una amiga me aconsejó que me separara más seguido para que me salieran más poemas. Pero no sé si me convence la ecuación dolor-poesía. Creo que no, aunque sí adhiero a algo: para entrar completamente en la escritura de un poema, una emoción tiene que guiarme y si no, no pasa demasiado. No pasa demasiado si la resistencia o el control no me dejan caer en los versos totalmente. Hay una diferencia enorme entre esos poemas que surgen de modo inevitable y los otros, los que asocio al exagrama 22 del I Ching, que habla de cierta actitud «agraciada» y superficial, a veces útil para transitar, pero que no toca el fondo de las cosas. Algo muy lejano a la satisfacción que se experimenta al escribir unos versos que, al menos por un instante, consiguen hacernos vaciar el corazón de sus cargas. 
 
Por último, quisiera agregar algo: que el tópico de esta serie de poemas se concentrara en los detalles de la naturaleza, en los árboles y las hojas de aquella primavera incipiente, y no en mí, fue un verdadero descanso. Disolverme en la mirada, olvidarme de mis asuntos, al menos por un rato. Y repetiré lo que ya dije, porque escribir es una bendición que no me canso de agradecer: qué suerte tenemos los poetas, dios mío. Qué suerte.   
 
Paula Jimenez España