En partes iguales sensible y hostil, la poesía que va escapando del cuerpo autoral de Thelma Fardin encuentra refugio instintivamente en quienes la leen. Su decir amalgama sombríamente la experiencia doliente y su potencial terapéutico, se deshace sobre la lisura del papel con efecto medicinal para quienes se reconocen en su voz. Abraza y sacude, se asoma al abismo y lo contempla con una copa de vino en la mano, se burla de él, pero también lo interroga, reconociéndose en sus oscuridades. Le ofrece su sangre y sus lágrimas. 
Thelma poetiza su propia vulnerabilidad, cristaliza hábilmente la indolencia para luego pulverizarla. Dice las Ausencias de cada modo posible. Las observa desde todos los ángulos, desde cada rincón del cuerpo-casa. La nombra en voz alta, como si se tratara de una vieja amiga que cada tanto pasa a visitar, golpea la puerta, se instala unos días, inventa palabras, murmura versos, masculla alguna rima. Ausencias que en ocasiones, la autora intenta remediar torpemente (“Para el abismo de no verte venden pavimento en pastillas”), para luego permitirse atravesarlas sin la sensación constante de que alguna cosa debe ser reparada, resuelta, acaso redimida (“A los miedos mejor mirarlos de frente, que vale el esfuerzo animarse a ser valiente”).

Juan Solá, en el prólogo

Ausencias - Thelma Fardin

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En partes iguales sensible y hostil, la poesía que va escapando del cuerpo autoral de Thelma Fardin encuentra refugio instintivamente en quienes la leen. Su decir amalgama sombríamente la experiencia doliente y su potencial terapéutico, se deshace sobre la lisura del papel con efecto medicinal para quienes se reconocen en su voz. Abraza y sacude, se asoma al abismo y lo contempla con una copa de vino en la mano, se burla de él, pero también lo interroga, reconociéndose en sus oscuridades. Le ofrece su sangre y sus lágrimas. 
Thelma poetiza su propia vulnerabilidad, cristaliza hábilmente la indolencia para luego pulverizarla. Dice las Ausencias de cada modo posible. Las observa desde todos los ángulos, desde cada rincón del cuerpo-casa. La nombra en voz alta, como si se tratara de una vieja amiga que cada tanto pasa a visitar, golpea la puerta, se instala unos días, inventa palabras, murmura versos, masculla alguna rima. Ausencias que en ocasiones, la autora intenta remediar torpemente (“Para el abismo de no verte venden pavimento en pastillas”), para luego permitirse atravesarlas sin la sensación constante de que alguna cosa debe ser reparada, resuelta, acaso redimida (“A los miedos mejor mirarlos de frente, que vale el esfuerzo animarse a ser valiente”).

Juan Solá, en el prólogo